Cada cuatro segundos extactamente, se estrellaba a los pies de la cama una gota de lluvia que rezumaba desde el techo. A pesar de la estrechez del callejón Jeanne D'Arc, la ventana era golpeada por ráfagas de tormenta. Eran auténticos azotes de agua dulce, que a capricho del temporal, sonaban de forma anárquica en los cristales. Pero dentro, en aquella descolorida habitación del barrio de la Fosse, el agua caía implacable cada cuatro segundos. Sin retraso. Sin precipitaciones inútiles. Era un cronómetro que mataba el tiempo metódicamente.
Jean Dimare se despertó con un nuevo golpe de lluvia, más violento que los anteriores. En aquel cartucho penetraba, arduamente, un macilento día que tapizaba de gris las esponjosas paredes impregnadas de humedad, dejándolas como carcomidas por la lepra. En el techo, unas negruzcas aureolas parecían lunas muertas y estrellas abortadas. Su ropa, amontonada en una silla y compuesta por una chaqueta de basta tela azul, un pantalón de pana de canutillo y una camisa de cuello raído, arrastraba su sombra hasta los pies de la cama.
Inspiró profondamente. El aire viscoso olía a la vez a tabaco picado, a la humedad que desprendía el canalón cercano, a absenta, a yodo amargo y al rancio de las escayolas y de las vigas, que se pudrían a láminas enteras. Aún flotaba en el aire el olor desabrido del sexo practicado con violencia, de forma salvaje.
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